Habían construido su casa hacía unos cuantos años. Nadie de su familia entendía el empeño que Sofía puso en que construyeran también el Estrich. Aquel Estrich que para unos era el desván, para otros el altillo y para ella la cámara. Sofía se empeñaba en darle a las cosas siempre otros nombres. Nombres suyos, nombres propios, de su infancia, que no estaba dispuesta a contaminar con otros nombres por muy españoles, castellanos o lo que quiera que fueran. Ella se agarraba a las palabras aprendidas teniendo miedo a que si las perdiera, perdiera también una parte de sí misma. Por eso ella tenía su cámara.
Este cuarto fue piedra de tropiezo no sólo por el nombre, sino por el cuarto en sí mismo. Su marido no entendía la necesidad de construir un Estrich siendo que abajo ya tenían el cuarto trastero, la cuadra de la lavadora, la despensa… en fin, todo lo necesario para rendir cómodo y libre de trastos el recinto habitable. Sofía tuvo que convencer a su marido para que hiciera una cámara con el pretexto de poder, en caso necesario, ampliar la casa y… mientras tanto, ella quería la camara vacía, para ella, como cápsula regenadora. Manía que Ralph aceptó porque había aprendido a aceptar las rarezas de esa española que amaba y que necesitaba algo que no se compraba con dinero, era ese algo que Sofía cogía del aire cuando íban a España y que la reconstruía y volvía a darle vida.
Sofía era feliz en su cámara. La había convertido en su santuario, un santuario austero como su tierra. Sin otro equipamiento que una silla baja de mimbre, un lebrillo y un manojo de espigas secas medio esparcidas por el suelo.
Cuando la vida le pesaba, Sofía se recogía en la cámara, cerraba la puerta, y, sentada en la silla con las manos dejadas caer sobre el regazo, se descargaba de sus penas o hablaba sus dolores. Porque Sofía no encontraba médicos que supieran curar sus dolores. A ella no le dolía la cabeza o el estómago como a sus amigas, a ella le dolía el cielo gris-negro que caía pesadamente sobre los tejados y se metía por la ventana de la cocina y del salón y le cogía el corazón y la cabeza apretándoselos, apretándoselos, hasta parecer que se los íban a reventar. Otras veces le dolían las ventanas de su tierra llenas de geranios y begonias contrastando con el blanco de las paredes y el cielo azul, y los reflejos de esos contrastes que no veía se le metían fínamente por los oídos convirtiéndosele en una música que le llegaba a producir mareos y le hacía perder el equilibrio. Otras veces le dolía su hijo, que a los veintitres años aún no tenía oficio y se dejaba mangonear por una cuadrilla de amigos que lo llevaban por mal camino y aquel mangoneo le apretaba el estómago hacia abajo y le tiraba de los pulmones, del corazón, de la garganta y le tiraba y tiraba de tal manera que parecía que fuera a parir su propio estómago.
Sofía, quizás por llamarse Sofía, era una mujer sabia y conocía todos los nombres de sus dolores, pero, consciente de que no se los podía contar al médico porque a lo mejor la tomaba por loca, se los hablaba al lebrillo. Y el lebrillo, con una sangre invisible, los amasaba y amasaba como se amasa la carne de los chorizos en la matanza. Y asi, a fuerza de verlos dar vueltas y mas vueltas de verlos golpeados y amasados, Sofía se tranquilizaba. Se sentía acurrucada y protegida por las espigas, como los niños se sienten protegidos en los campos de trigo cuando juegan al escondite, y se regeneraba.
Cuando abandonaba la cámara salía von la cara brillante y la envolvía un cierto halo de resplandor que sumergía en la duda del enigma a Ralph y a sus hijos, y siempre tenía que hacer frente a las preguntas de su familia: “Mamá, anda, dí la verdad. ¿Eres acaso una marciana y te refugias en la cámara para tener contacto con otras galaxias?” Pregunta a la que Sofía nunca contestaba sino con una sonrisa misteriosa, porque ella sabía que su secreto no se lo podía transmitir a sus hijos. Sería la vida misma la que se encargaría de enseñárselo poco a poco, como se lo había enseñado a ella misma.
Angela Fdez. de Quero Díaz
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